También llamada "Crucero negro", fue una de las varias aventuras financiadas por André Citroën. El fundador de la marca francesa, que empezó fabricando engranajes para todo tipo de maquinaria, quería probar sus coches sobre los terrenos más duros y, de paso, ver la posibilidad de abrir líneas de transporte terrestre de viajeros hacia Madagascar por territorios donde no existían carreteras, ni ninguna otra infraestructura.
El avión comenzaba a abrirse camino tímidamente, pero sobre todo con fines postales y sin capacidad todavía para transportar grupos grandes de viajeros de forma regular. Entonces se pensó en el coche era una interesante opción para viajar hasta lejanas colonias, organizando caravanas que enlazarían todo el continente africano.
Adolphe Kégresse era un ingeniero francés cuya gran inventiva le sirvió para trabajar al servicio del zar Nicolás de Rusia, manteniendo el garaje imperial. Allí se especializó en desarrollar sistemas de tracción auto-oruga sobre la base de los Packard, Mercedes, Delaunay y Austin-Putilov de la época. Ideales para moverse sobre el fango y la nieve de la estepa, fueron luego utilizados durante la guerra bolchevique como ambulancias y auto-ametralladoras.
Cuando las cosas se pusieron muy feas por aquellos pagos, Kégresse regresó a Francia, donde fue contratado por Citroën para crear una división especializada vehículos todo-terreno, lo que podríamos llamar el último grito en tecnología de la época.
Su sistema patentado Kégresse-Hinstin se adelantó a principios de los años 20 a lo que serían los vehículos bélicos de la segunda guerra mundial. Muchos ejércitos y administraciones públicas hicieron sendos pedidos de estos vehículos que podían circular casi por cualquier lugar. Bélgica, Chile, Polonia, Gran Bretaña, Holanda o España, adquirieron ejemplares para la vigilancia de aduanas, reparto postal o usos puramente militares.
El motor Citroën de 1.628 centímetros cúbicos y cuatro cilindros suministraba a las orugas de placas de metal unidas con caucho 30 caballos de potencia. Disponía de cinco velocidades, tres hacia adelante y dos marcha atrás, con una caja de reductoras para los terrenos más difíciles. En el mejor de los terrenos, el Kégresse no alcanzaba más allá de los 40 kilómetros por hora, lo que explica la duración de estas titánicas expediciones por terrenos que incluso hoy en día permanecen impracticables para la inmensa mayoría de los automóviles.
Rumbo a lo desconocido
Las implicaciones del gobierno francés en el continente africano le daban a la expedición cierto carácter político. Y, al estilo de las expediciones dieciochescas promovidas por la ilustración y el enciclopedismo, también se incluían en ella científicos que estudiarían la geografía y la naturaleza que encontrasen a su paso.
Como buen empresario, André Citroën se marcó objetivos. El primero sería que su expedición demostraría que se podía enlazar en menos de 20 días África del Norte con el África más occidental, objetivo bastante ambicioso teniendo en cuenta los imprevistos propios de tan aventurada ruta.
Al cabo de 18 meses de preparación, y después de una travesía del Sahara para probar el material, la expedición estuvo dispuesta para salir de Tombouctou, verdadera puerta hacia lo desconocido. Louis Audouin-Dubreuil y Georges Marie Haardt comandarían la caravana de los ocho vehículos auto-oruga Kégresse-Hinstin, desarrollados y mejorados gracias a la experiencia recogida en el Sahara.
Del 28 de octubre de 1924 al 26 de junio de 1925 se desarrollaría la travesía, no exenta de sobresaltos como una inicial anulación por rumores sobre insurrecciones tribales al sur de Marruecos. La rivalidad empresarial hizo incluso sospechar a Citroën de su directa competencia, la marca de Louis Renault que ya anunciaba una expedición similar con coches de seis ruedas en lugar de la propulsión mediante orugas.
Lejos de arredrarse por ello, el patrón Citroën ordena finalmente la salida de los vehículos y sus 17 tripulantes desde el fuerte de la Legión Extranjera Colomb-Béchar. Desierto, savana, pantanos y terrenos que ni siquiera estaban aún cartografiados convirtieron la expedición en una formidable prueba para las mecánicas y para los miembros de la expedición. Entre ellos se habían seleccionado a los mejores conductores, navegantes y mecánicos. Pero también iban con ellos botánicos, zoólogos, cineastas, fotógrafos, un cocinero (como no podía faltar en una expedición francesa)...e incluso el pintor Alexander Iacolev para inmortalizar artísticamente la gesta.
Después de atravesar Argelia, Niger, Tchad y el Congo, llegan a Stanleyville donde descansan unos días para reaprovisionarse. Allí se separan en cuatro grupos de dos coches cada uno para llegar hasta el Índico y a Tananarive, en Madagascar, por diferentes itinerarios y explorar así más territorio. Finalmente. Tras 28.000 kilómetros de recorrido al volante de sus vehículos llegaron sanos y salvos a su destino.
De sus observaciones y crónicas se filmó un soberbio documental y se editó un voluminoso libro ilustrado en el que se detallan aventuras, descubrimientos e insólitos encuentros, como el del sultán de Tessaoua, Barmou, por entonces famoso en el lugar y alrededores por su harén de 100 mujeres.
El éxito sin precedentes del Crucero Negro animó poco después a Citroën a volver a la carga y organizar una segunda expedición no menos arriesgada. Pero esa es ya otra historia.